domingo, 26 de abril de 2009

Escalas


Martín miraba aquella montaña con el ansia de un niño al ver un pastel de chocolate: la más hermosa, la más alta. Era su gran reto.
Caminaba por una senda tortuosa que, sin lugar a dudas, sólo frecuentaban ya los últimos pastores de ese lugar olvidado. ¿Cómo podían todos perderse tanta belleza?. Claro, el mundo está loco. El mundo destruye y no reconstruye; amortigua caídas, pero no sana heridas. Se daba cuenta de que toda la esperanza se está perdiendo y, para él, el simple hecho de llegar a la cima de una montaña, hacía que la vida mereciera la pena. Daba claridad a sus días y le ayudaba a seguir adelante cuando, lleno de energía, regresaba a la ciudad.
Martín estaba solo. No era algo que le pesara especialmente, él lo elegía. Por supuesto había tenido amantes e incluso alguna novia, pero nadie había conseguido despertar en él un sentimiento que le llenara tanto como subir una montaña. Es difícil encontrar personas que merezcan la pena. Pero lo que más le costaba era compartir su vida. La pérdida de su intimidad le aterrorizaba, y aunque a veces echaba de menos dormir abrazado a alguien, prefería añorar esas cosas, recrearse en la nostalgia, a romper toda la magia, el deseo.
¿Es eso tan egoísta? - Se preguntaba. Y en secreto se respondía a sí mismo que sin duda, lo era.
Pero siempre que escalaba se olvidaba de estas cosas, por eso, el último segundo antes de llegar a lo más alto, siempre lo hacía a cámara lenta. Se recreaba en el último paso, la última piedra, el último esfuerzo antes de ver desde lo alto el infinito. Era consciente de que un mal paso echaría por tierra todo el trabajo. Seria un desastre.
Ése, el último paso, era el definitivo. Todos sus sentidos se agudizaban. Se disparaba su adrenalina y era entonces cuando sentía que esa sensación era lo más cerca que iba a estar de ser feliz. Entonces, en ese instante, fue cuando lo decidió.
Moriría así.