Se llamaba Angustias, aunque su nombre no era indicativo de su carácter, ya que era una de las mujeres más vivaces y alegres que he conocido nunca. Eso sí, de vez en cuando padecía ciertos dolores de tripa que, en los casos más graves, provocaban una sonoras ventosidades que siempre serán recordadas por todos los vecinos del pueblo, aunque nunca nadie sabrá decir se se debían a la herencia nominal o a su gran afición por la coliflor y la fabada asturiana.
Angustias nunca odió su nombre. De pequeña, todos la llamaban cariñosamente "Angus" y más tarde, cuando conoció a su marido, acabó siendo "Gusi", pero sólo en los momentos de intimidad, cuando Manuel, que así se llamaba el caballero en cuestión, gustaba de mordisquearle los dedos de los pies, mientras repetía de una forma tierna e infantil, dicho apelativo. En las ocasiones importantes, solían llamarla Doña Angustias o Señora de Vidal, y en los ratos más tristes, su nombre simplemente sonaba como un suspiro.
Siendo bien pequeñita, ya gustaba de leer cualquier palabra que le pusieran delante. Su pasión era tal, que sonreía al ver desde el cartel de una calle a las esquelas del periódico, afición que mantuvo hasta el momento de su muerte, quién sabe si por amor a la lectura, por el miedo o por nostalgia. Y es precisamente de ese momento, del que yo les vengo a hablar.
Cuando Angustias ya estaba mayor, sufrió un golpe de calor que la dejó inconsciente, lo que provocó una caída histórica en la fuente de nuestro pueblo. Todos los vecinos se enteraron por lo que, entre preocupados y deseosos de saber, fueron visitando la casa de Angustias para comprobar su estado, y no exajero si digo que por su habitación pasaron tanto el pastor como el farmacéutico.
Pocos días después del incidente, el médico anunció que no había curación para tal impacto. Así pues, sólo quedaba esperar que la moribunda fuera abandonando la vida poco a poco. La noticia nos afectó a todos. Aunque yo sólo era una niña, le tenía mucho cariño a la mujer, pues siempre había sido amable conmigo y al final, en pueblos tan pequeños, casi todos son como parte de la familia. Por esta razón, día tras día, fueron todos los habitantes de Miraverde Alto, que así se llama mi pueblo, a despedirse de Angustias.
Cuando llegaban a su lecho, apenados, todos preguntaban lo mismo:
- Angustias, ¿puedo hacer algo por ti?
Y ella siempre respondía lo mismo:
- Cuéntame un cuento, anda.
Y así es como empieza mi historia.
Angustias nunca odió su nombre. De pequeña, todos la llamaban cariñosamente "Angus" y más tarde, cuando conoció a su marido, acabó siendo "Gusi", pero sólo en los momentos de intimidad, cuando Manuel, que así se llamaba el caballero en cuestión, gustaba de mordisquearle los dedos de los pies, mientras repetía de una forma tierna e infantil, dicho apelativo. En las ocasiones importantes, solían llamarla Doña Angustias o Señora de Vidal, y en los ratos más tristes, su nombre simplemente sonaba como un suspiro.
Siendo bien pequeñita, ya gustaba de leer cualquier palabra que le pusieran delante. Su pasión era tal, que sonreía al ver desde el cartel de una calle a las esquelas del periódico, afición que mantuvo hasta el momento de su muerte, quién sabe si por amor a la lectura, por el miedo o por nostalgia. Y es precisamente de ese momento, del que yo les vengo a hablar.
Cuando Angustias ya estaba mayor, sufrió un golpe de calor que la dejó inconsciente, lo que provocó una caída histórica en la fuente de nuestro pueblo. Todos los vecinos se enteraron por lo que, entre preocupados y deseosos de saber, fueron visitando la casa de Angustias para comprobar su estado, y no exajero si digo que por su habitación pasaron tanto el pastor como el farmacéutico.
Pocos días después del incidente, el médico anunció que no había curación para tal impacto. Así pues, sólo quedaba esperar que la moribunda fuera abandonando la vida poco a poco. La noticia nos afectó a todos. Aunque yo sólo era una niña, le tenía mucho cariño a la mujer, pues siempre había sido amable conmigo y al final, en pueblos tan pequeños, casi todos son como parte de la familia. Por esta razón, día tras día, fueron todos los habitantes de Miraverde Alto, que así se llama mi pueblo, a despedirse de Angustias.
Cuando llegaban a su lecho, apenados, todos preguntaban lo mismo:
- Angustias, ¿puedo hacer algo por ti?
Y ella siempre respondía lo mismo:
- Cuéntame un cuento, anda.
Y así es como empieza mi historia.